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18 de julio: punto y aparte

Autor: Vicent Sales, Concejal Ayuntamiento de Castellón

El lunes pasado se cumplieron 75 años de la rebelión militar del 18 de julio de 1936 que puso fin a la II República Española.

Hay muchas formas de aproximarse a un hecho histórico como éste, pero sin ninguna duda, tomar la distancia necesaria, temporal y afectiva, es la única forma de hacerlo sin apasionamientos.

Desgraciadamente las cuitas políticas domésticas de los últimos años, surgidas alrededor de la Ley de Memoria Histórica, lejos de ayudar a cerrar definitivamente las heridas de la Guerra Civil, han hecho añicos los esfuerzos de los padres de la Transición del 78, y han hecho renacer también unas tensiones fraticidas que poco contribuyen a poder analizar los hechos de forma fría y objetiva.

Aunque parezca una perogrullada, la Guerra Civil no hubiera tenido lugar sin la rebelión militar. Quiero decir, que la guerra no era inevitable, contrariamente a lo que algunos afirman. Otra cosa es que la situación fuera difícil, con graves disturbios y abusos de poder por parte del Frente Popular entre febrero y julio del 36; pero inevitable no hubiera sido sin la ceguera política de la izquierda moderada, incapaz de hacer cumplir la ley, junta a una izquierda revolucionaria y violenta, incendiaria e indisciplinada que se encontró enfrente con una derecha hostigada, resentida y que encontró en la respuesta violenta, la solución al caos.

El contexto de la España previa al alzamiento militar era un cocktail explosivo. Por un lado los dos movimientos revolucionarios de Europa Occidental más divididos entre sí, socialistas y comunistas.

Por otro lado el ala ultraderechista de los monárquicos, que había comenzado a conspirar contra la República prácticamente en el minuto uno de la huida del rey Alfonso XIII. Incluso después del triunfo de la derecha “legalista” en 1933, tal como relata Stanley Payne, los dos grupos monárquicos firmaron un acuerdo con el gobierno de Mussolini por si había que alzarse contra la propia República.

Y en medio de todos, los republicanos moderados tanto de izquierda como liberales y de centro-derecha que fueron incapaces de garantizar la legalidad ante la interminable ola de abusos en la primavera de 1936: huelgas masivas y violentas, cierre de escuelas católicas, incautación de iglesias, aplicación de la censura a nivel general, miles de detenciones arbitrarias e impunidad ante los más de 450 asesinatos políticos, incluido el del líder de la derecha, Calvo-Sotelo a manos de los escoltas personales del ministro socialista Indalecio Prieto.

El asesinato de Calvo-Sotelo resultó decisivo para recabar adhesiones a la rebelión entre un ejército, en un principio tan dividido como la sociedad política española.

En definitiva la Guerra Civil española fue una guerra entre revolucionarios y contrarrevolucionarios. En palabras de Churchill “ninguna de las dos facciones en conflicto representan nuestra idea de civilización”. Una guerra que en vez de dar paso a un Estado basado en una democracia parlamentaria del estilo europeo, desembocó en un régimen radical, autoritario y vengativo que conservó el poder durante mucho más tiempo del conveniente y necesario.

Por tanto, por más que a algunos les falte la generosidad necesaria, no estamos ante una historia de buenos y malos, sino de un episodio que merece ser recordado con espíritu crítico y de superación. Un episodio que algunos todavía ven como un punto y seguido, cuando seguramente deberíamos tener la madurez histórica suficiente como para ver que es un punto y aparte.

 

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